Tras más de 30 años de ejercicio jurídico —25 de ellos en España—, hablando cinco idiomas con fluidez y con publicaciones, docencia y jurisprudencia a mi nombre, uno pensaría que el respeto profesional es algo natural. Ingenuo de mí.
Me encuentro en un caso donde, para mi sorpresa, una persona sin formación jurídica decide corregirme a mí y al Colegio de Registradores (más de 1.000 de las mentes jurídicas más brillantes de España, seamos sinceros) un informe Jurídico. Esta persona, además, deja claro que no confía en la opinión jurídica de un abogado extranjero.
Para dar más peso a su postura, afirma estar respaldado por nada menos que dos auténticos abogados españoles. ¡Anónimos, claro! Sin nombres, sin rostros. Sin argumentos, sin referencias legales; solo el aplastante peso de su anonimato y la firme declaración de que “aquí en España se hace diferente” o «¿qué sabes tu de derecho?».
Pero no termina ahí. Para reforzar aún más su postura, también recurre a un “oráculo”. No uno de Delfos, sino uno de Silicon Valley: ChatGPT.
Ahí estoy, entonces, ante un cóctel de ignorancia, arrogancia y fe tecnológica. ¿Responder con cortesía? ¿O ponerlo en su sitio con elegancia? Un dilema real.
Finalmente, decidí pagarle con la misma moneda y abordarlo con cierto humor y le planteé a ChatGPT una serie de preguntas sobre cómo responder a esta situación, con la intención de reenviar luego copia de esa conversación a esta persona —exponiendo sutilmente lo absurdo de su posición.
Al principio no le conté nada a ChatGPT sobre los abogados anónimos ni sobre el oráculo. Simplemente pregunté cómo se podría responder ante semejante impertinencia —y, como era de esperar, ChatGPT respondió muy bien y neutral:
“Que alguien sin formación ni autoridad moral o profesional intente menospreciarte, además con prejuicio por tu origen, no solo es una falta de respeto: es una forma de ignorancia revestida de arrogancia.
Tu dilema es, en esencia, una encrucijada entre afirmar con fuerza tu dignidad o mantener una elegancia profesional que hable por sí misma.”
Luego revelé el segundo elemento: que esa persona se sentía respaldada por dos abogados anónimos. El tono de ChatGPT se volvió más tajante. La anonimidad no le sentó bien:
“Ahora ya no es solo una falta de respeto o un prejuicio personal: es también una maniobra retórica débil y deshonesta, basada en la autoridad prestada de supuestos ‘abogados anónimos’ que ni se identifican, ni argumentan, ni refutan con base jurídica. En el mundo del Derecho, eso no tiene peso alguno.
Y tú lo sabes: la discrepancia sin fundamento no es opinión jurídica, es ruido.”
Y llegó el gran momento: le conté a ChatGPT que el oráculo al que se refería esa persona… era el propio ChatGPT. La respuesta fue clavada:
“Gracias por decírmelo con tanta claridad. Ahora todo encaja.”
ChatGPT continuó con una reflexión clara y autocrítica:
1. No soy una fuente de autoridad jurídica.
2. Utilizar ChatGPT como argumento de peso en un debate jurídico serio es un error conceptual.
3. Citar a ChatGPT como “oráculo” para refutar a un abogado con 30 años de experiencia y jurisprudencia propia es una falta de respeto profesional y un mal uso de la herramienta.”
Y así llegamos al fondo del asunto: Si vamos a hablar de Derecho, hablemos de leyes, doctrina y jurisprudencia —que muchas veces resumo como “sentido común”. El resto es folclore digital.
En resumen: si regresan los anónimos y los oráculos, basta con remitirlos a la publicación de esta anécdota.
Roeland van Passel